Vestirse de luz es un estilo de vida, una forma de caminar bastante extraña. Vestirse de luz es caminar bajo la lupa, no ocultarse, ni de Dios ni de los hombres.
Al principio será difícil, estamos tan acostumbrados a escondernos que nos aterra la luz, nos gustan sus reflejos en la puerta de nuestra cueva que nos permiten distinguir las formas, pero nos da pánico pensarnos salir al exterior y quedar expuestos, frágiles, indefensos.
En la época de Jesús muchos hombres conocieron el temor a la luz, les llamaban leprosos, la enfermedad más temida era su marca, los hombres los odiaban y los temían, la palabra inmundo estaba sobre ellos. Si tenías lepra no podías vivir entre otros, eras una fuente de contagio, así que la única alternativa era salir de la ciudad y buscar a otros como tú, llenos de lacras, con su cuerpo marcado por vergüenza.
Lo verdaderamente extraño es que aunque estuvieran solos preferían la oscuridad a la luz, las cuevas eran su hogar, es como si ellos mismos no quisieran ver las marcas.
Hay algunos seres que prefieren también la oscuridad, por ejemplo las ratas, se ocultan y solo se sienten a sus anchas en la penumbra, las cucarachas corren despavoridas cuando enciendes la luz, los hongos buscan lugares oscuros y húmedos donde crecer y multiplicarse.
La oscuridad es la naturaleza de la lepra, la vergüenza hacia que estos hombres cuando tenían contacto con otros hombres cubrieran su cuerpo, lo bizarro es que cuando estaban a solas ya no se las quitaban, pareciera que aquellos trapos llenos de supuración se hubiesen hecho parte de ellos.
Nos gusta la oscuridad, este es un gusto aprendido por nuestro antepasado común, Adán, quien nació en la luz pero al conocer la desobediencia tuvo temor y se escondió. Esa naturaleza nos fue heredada, nosotros, los hijos de Adán vivimos huyendo y escondiéndonos de todo y de todos.
Ya no es natural en el hombre vivir en la luz, todos ocultamos cosas en menor o mayor grado, la vergüenza, el temor, la venganza, el dolor son nuestras oscuras motivaciones, las tinieblas de nuestro corazón, todo pecado trae culpa y tratamos de esconderlo, no queremos que nadie vea nuestras miserias, que nadie se entere de nuestras maldades, todos ocultamos algo.
Rom 13:12-14 La noche está avanzada y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz.
Pero existe otra manera de vivir, no es natural, no la buscamos espontáneamente, pero es posible vivir de esa manera, vivir vestidos de luz.
Vivir bajo la luz implica que tengas alguien a quien rendirle cuentas, alguien que juzgue tu manera de actuar. Vivir bajo la luz implica que los ojos de otras personas puedan ver los rincones más oscuros de tu vida, y no solo aquellas personas que viven igual a ti sino aquellas personas que por su autoridad o por su cercanía sean capaces de hacer juicios honestos de valor acerca de ti. Vivir en la luz es permitir que otros te juzguen.
La luz es rendir cuentas a la autoridad. Permanentemente.
“No me comprenden, nadie me entiende, no quiero que me juzguen”, son las excusas más comunes para no vivir en la luz, pero la verdad es que nosotros no queremos reconocer que lo que hacemos está mal, para vivir en la luz hay que despojarse de esos vendajes inmundos de pecado, pero si te encariñaste con ellos no podrás salir de la luz, no veras el milagro.
Juan 3:19-21 Y esta es la condenación: la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas, pues todo aquel que hace lo malo detesta la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean puestas al descubierto. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras son hechas en Dios.
Cuando vives en la luz no impresionas, tratas de que otros vean la versión completa de ti, con tus puntos fuertes y con tus flaquezas, tal vez no te admiren, no impresiones a las personas pero si lograras impresionar a Dios.
Hubo un leproso que no quiso vivir más en la oscuridad, escuchó de un tal Jesús capaz de curar la terrible enfermedad, creyó que era posible, así que decidió salir de su cueva, y aun con la vergüenza, con sus vendas, se dirigió a la ciudad. Sabía lo que sucedería, gritos, piedras, rechazo, pero ya no soportaba más la oscuridad, anhelaba la luz y su propia vida le parecía poco digna, prefería morir intentándolo que vivir oculto y solo. Llego al poblado y se dirigió a la plaza principal, el lugar donde otros habían perecido bajo el justo juicio y encontró una multitud. Cuando tienes lepra le temes a las personas pero una multitud es casi lo peor que te puede suceder. Entonces lo vio, desde lejos, escuchó sus palabras llenas de gracia y verdad y supo que no era igual a los demás, corrió hacia él y cayó a cierta distancia, no era capaz de levantar el rostro por el temor y la vergüenza, solo susurró: Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Algo que parecía imposible sucedió, aquel maestro se acercó a él mientras otros se apartaban con asco y sintió el calor de su mano sobre su cuerpo leproso. ¡Hace tanto tiempo que nadie lo tocaba! Aunque no hubiese sucedido nada más, en su corazón volvió la luz, volvía a sentirse un ser humano, digno, importante, querido. Fue como si el primer Adán hubiese salido de la oscuridad y hubiese respondido al llamado de Dios. Entonces aquellas palabras de gracia cambiaron su vida para siempre, nunca más tendría que esconderse, la mancha fue quitada primero de su corazón y luego de su carne: Quiero, sé limpio.
Es lo que sucede cuando nos acercamos a la luz, su luz, la gracia nos devuelve la dignidad, la mancha del pecado es totalmente borrada, pero tenemos que atrevernos a acercarnos a la luz. De allí en adelante podremos caminar de día, sin volver a la cueva, ya no es necesario.
Rom 13:13-14 Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y libertinaje, no en contiendas y envidia. Al contrario, vestíos del Señor Jesucristo y no satisfagáis los deseos de la carne.